No soy más que una chica furiosa. No soy una imbécil. Me siento en el alfeizar de la ventana y dejo que la lluvia me moje la espalda. No sé adónde iré después de aquí. Cada vez que me inclino, el negro alquitrán escapa de mis labios. Mis pulmones estallan y mi estómago se llena de sangre. Cuando muera, yo también me convertiré en polvo. Volaré mi pequeña cometa y correré por el ancho campo. Tendré amigos. Tendré una familia. Ya estoy harta de hacerme perdonar. Tengo que hacerlo todo a la manera de otros y lo único que quiero es no estar tan llena del negro y mugriento odio que corroe mis entrañas.
¡Estoy harta, cansada! Hago todo lo posible la mayor parte del tiempo. Hago lo que tengo que hacer. No importa cuánto llore o sufra por dentro. Siento que a nadie le importa. Nadie ve el esfuerzo. Lo hago, lo hago y lo hago hasta que empiezo a sudar, a sollozar, a temblar. Me lleno tanto de furia y odio, que no puedo ver. Todo empieza a dar vueltas. Manoteo la cuerda que me llevará a la salvación, pero cuanto me arrastro un centimetro más cerca, alguien tira de ella, riendo de mis lágrimas, mi sudor, mi sangre. Me enferma. No vale la pena. Encuentro alivio en ello. Me levanto, me sacudo la ropa, me limpio la sangre de la cara. Y luego me voy. Abandono tu risa, tu alegría. Todos los esfuerzos y la lucha son inútiles. Es como tratar de atravesar una pared. Y tu afilado y vano odio todavía me pincha, por mucho que corra para alejarme de él. No puedo correr, por muy rápido que mueva las piernas. No puedo esconderme, por mucho que me ensucie. Para ti todo es un juego, un truco para descubrir hasta dónde puedes empujarme. Ahora he cruzado la línea. Lo que para ti es un juego en realidad es mi vida.
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